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La lepra es una infección crónica originada por la bacteria Mycobacterium leprae, que afecta principalmente a los nervios periféricos, a la piel, a los ojos y a las mucosas de las vías respiratorias altas.
La afección se caracteriza por la aparición de úlceras cutáneas, y provoca daños neurológicos que se traducen en falta de sensibilidad en la piel (dejan de percibir sensaciones de calor, frío y dolor) y debilidad muscular. Se transmite de persona a persona y, aunque no es muy contagiosa, se puede contraer tras un estrecho contacto con personas enfermas y no tratadas. La lepra puede ser de carácter leve (lepra tuberculoide), en cuyo caso no es contagiosa, o grave (lepra lepromatosa).
Los síntomas característicos de la lepra son las lesiones cutáneas, más graves en el caso de la forma lepromatosa, que provoca protuberancias deformantes, de diversos tamaños y formas. La bacteria afecta además a los nervios periféricos y produce daño neurológico en brazos y piernas, ocasionando la pérdida de la sensibilidad en la piel y debilidad muscular. Al perder la capacidad de percibir sensaciones como el dolor, el frío o el calor, los enfermos pueden herirse o quemarse sin darse cuenta.
A pesar de los temores que despierta, la lepra es una enfermedad de muy difícil contagio, ya que se estima que más del 90% de la población presenta una resistencia natural frente a la bacteria Mycobacterium leprae, por lo que aunque se encuentren expuestos a este agente patógeno, pueden coger la infección y no padecer la enfermedad, gracias a que su sistema inmunitario impide que se desarrolle.
La lepra, además, no es una enfermedad hereditaria, y son sobre todo los factores ambientales como la falta de higiene personal o de la vivienda, una nutrición deficiente, y la dificultad para acceder al tratamiento en cuanto se presentan los primeros síntomas, los factores de riesgo asociados a la aparición y diseminación de la enfermedad.
Parece que no suele afectar a menores de tres meses de edad, y que las embarazadas pudieran transmitir a sus fetos la infección. Por tanto, deben ser vigiladas en esta situación para un diagnóstico posterior del recién nacido.
El diagnóstico de la lepra se basa en la observación de las erupciones cutáneas características de ésta enfermedad: manchas blanquecinas de bordes difusos o bien definidos (según los casos) y carentes de sensibilidad al tacto, al dolor, al frío y al calor. Tomar una muestra de la piel afectada (biopsia cutánea) para analizarla con el microscopio permite confirmar el diagnóstico y establecer el tipo de lepra.
Otro signo que puede indicar la existencia de la enfermedad es presentar áreas corporales entumecidas o faltas de sensibilidad, o problemas motores en manos o pies.
Ante cualquier sospecha de lepra es necesario realizar al paciente un examen físico completo que abarque la piel, el sistema nervioso periférico, los ojos, la nariz y la cavidad oral, además de los pies y los testículos.
La mejor prevención para evitar la diseminación de la lepra es su detección precoz para instaurar cuanto antes el tratamiento adecuado. Además, las personas que convivan o hayan tenido un contacto estrecho con el enfermo deben ser examinados por un médico para descartar posibles contagios.
Los antibióticos pueden frenar el avance de la lepra, e incluso curarla aunque, dependiendo de la gravedad de la infección, muchos pacientes tienen que medicarse de por vida para evitar recaídas.
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